26 de noviembre de 2007

Cartas a una locura consciente

31 de octubre

Por primera vez me pude dar cuenta de qué es lo que realmente me pasa cuando me miro en el espejo: no solamente puedo escrutar lentamente y en silencio mi semblante, siempre el mismo al observarme, sino que puedo ver de manera muy discreta y un tanto amenazante a todas esas personas que me siguen. No es la única ocasión en la que me he percatado que, aún estando en la privacidad de mi habitación, en cualquier lugar cerrado, siempre hay alguien detrás de mío: muchos, pocos, incluso nadie, pero a la vez un mundo de personas que se refugian pacientemente en ese reflejo lejano del espejo.

Le miro, y sé que me mira, le veo con odio, con estupor, con ira, con muy poca paciencia, él hace lo mismo, o incluso más. Analiza todos mis movimientos, la barba tupida que he estado recortando pacientemente, mi mirada perdida, considerada por muchos como dos pistolas humeantes apuntadas al vacío. Logro mantenerle la mirada, pues a pesar de ser un completo desconocido para mí, en sus ojos veo algo muy parecido a lo que yo expreso con los míos. No encuentro razones por las cuales me sigue: no tengo nada de valor, hago todo lo que puedo lo mejor que alcanzo, no soy una persona excepcional, simplemente soy yo. No lo puedo apartar, a donde quiera que me muevo, aunque no le vea, sé que está presente, su mirada me penetra, me hace dos hoyos tremendos en la espalda, me crispa la piel sentir su presencia.

Me han juzgado de loco incontables veces, pero en esta ocasión yo me sé loco, por eso mantengo la tesis de que mi locura es consciente: sé que me persiguen, nadie más lo ve, pero yo lo siento, es de mi conocimiento, no lo ignoro.

Intentaré no verme en el espejo para no reparar en esa presencia que tanto me atormenta.

7 de noviembre

Logré deshacerme de todos los espejos que había en mi hogar. Afortunadamente desde hace algunos años que vivo solo, así que no hubo quejas ni contratiempos para cumplir mi determinación de borrar todo reflejo de las miradas que me acechan como aves de rapiña, dispuestos a romper con todo lo que hago, a acabar con todas las personas que están alrededor de mí, para finalizar arrojándome a un vacío sin fin, donde finalmente podré dormir sin tener que preocuparme por los asesinos que me cazaron hasta lograr terminar con mi existir.

Sigo sin verme en el espejo, pero las miradas no dejan de taladrarme.

Caminaba pacientemente a visitar a un querido amigo que ya tenía olvidado por diversas vicisitudes de mi vida. Sentía sus pasos a la par de los míos, sentía que su sombra avanzaba cada vez más. Enfrascados en una carrera de unos segundos, logré vencerle hasta llegar con mi querido amigo. Increpando mi larga ausencia de su recuerdo, iniciamos una conversación en la cual no dejó de puntualizar mi inquietud.

- Me vienen siguiendo –confesé.

- ¿Me estarás diciendo la verdad esta vez? Muchas veces he escuchado que te estás volviendo un poco loco, no es nada nuevo, pero me preocupa.

- Aún no me crees, ¿verdad?

- Llegaste solo

Mis ojos reflejaban mi tensión. Mi amigo, con un rictus relajado, no paraba de demostrarme que quería soltar una sonora carcajada, pero se detenía ante mi fama bien fundamentada de volatilidad ante esas reacciones.

Seguí explicando mis confabulaciones, mi neurosis provocada por ese largo sentimiento de persecución, de ver cómo todo lo que hacía se desmoronaba lentamente, como mi amigo, tan querido amigo, compañero de golferías y borracheras, no aguantaba las ganas de reírse estruendosamente ante mi locura, que yo llamaba consciente, pero que desconocía sus límites.

No sé qué pasó, lo único que recuerdo es que uno de los que me seguía a todos lados, me golpeó en la cabeza trepidantemente, dejándome inconsciente, provocando un susto inimaginable en mi gran camarada, que se vio a la merced de ese asesino. Desperté finalmente, mi amigo, con una daga clavada en el cuello yacía entre mis brazos, con un gesto de sorpresa e incredulidad.

Seguramente el asesino era alguien conocido.

14 de noviembre

Lloré desconsoladamente toda la tarde, no solamente por haberme visto envuelto en el terrible final que tuvo ese gran compañero, sino que, en mi cobardía, salí corriendo del lugar, con las manos todavía ensangrentadas, intentando encontrar al asesino que había puesto fin al último suspiro de alivio fraternal que me quedaba.

Lo encontré.

No basta decir que me quedé helado al verle a los ojos, una vez más esa familiaridad me asaltó, estaba en un escaparate de trajes finos, mirándome fijamente, buscando dar explicación con su mirada a lo que acababa de cometer. Todavía no le entiendo, no dice nada, no tiene qué decir, pero su boca está abierta.

Tomé fuerzas y rompí el cristal, le tomé por el cuello y lo estrangulé hasta que su lengua quedó colgando y ya no pude ver nada familiar en sus ojos, lo único que se dejó entrever es mi imagen, dándole muerte, terminando con mi sufrir y vengando a mi gran amigo.

Haber acabado con él no fue suficiente. A la vuelta de la esquina me encontré con alguien más, uno de los cuales seguía al que acababa de triturar entre mis frágiles manos con fuerza sobrehumana. Iba risueño, deshaciéndose en cumplidos hacia una hermosa mujer, que iba coreando sus risas, tomada fuertemente de su brazo, irradiando felicidad con cada risa, con cada gesto, con una sola mirada. Furtivamente, al sentir mi presencia, ese extraño y tan familiar a la vez se volvió a mirarme, para mostrarme nuevamente la hoja de la navaja, escondida debidamente en su abrigo, muy parecido a los que mi madre solía regalarme.

Quise gritarle a esa mujer que se alejara, que viniera conmigo, que la amaba, que dejara a ese monstruo, que yo la cuidaría, pero me quedé helado, mi garganta hecha un nudo no pudo contener las lágrimas que corrieron a raudales por mi cara.

21 de noviembre

- Martina ha muerto.

Sentado en mi sillón, con la mirada fija en ese retrato que nos tomamos hace años, en el que se veía reflejado el amor inmenso que le tenía, la gran admiración y respeto que hacia ella sentía, no podía contenerme. Reía nerviosamente, jugaba con el cigarrillo que tenía entre mis dedos, inhalaba furiosamente del mismo, intentando hallar calma al dolor tan apremiante que me invadía.

Dos pérdidas, la una igual de grande que la otra, ambas cometidas por las personas que me acechaban, caídas primeramente por su incredulidad hacia mi persecución, por no haber tomado consciencia de mi propia locura.

El asesino se encontraba frente a mí, la daga en la mano.

- Con esto atravesé su corazón. Te hice un favor.

Esto fue el acabose. Le di final de la manera más ruin que encontré en mis recónditos recuerdos de las clases de historia: lo tomé por la fuerza, aunque no opuso resistencia. Le amarré al viejo nogal del patio de mi casa, lo azoté con mi desprecio, con mi lengua, le prendí fuego y me senté a ver como calcinaba, mientras lloraba desesperadamente y gritaba su nombre a los cuatro vientos. No hubo curiosos, nadie lloró. De súbito me levanté, me puse el saco, tomé la navaja, y salí dispuesto a clavar.

28 de noviembre

Acabé con todos de uno a uno, no estaba dispuesto a esperar a perder a alguien más: ya me habían arrancado todo lo que amaba en mi vida. Martina, mi querida Martina, tantos momentos que pasamos juntos, tantos días que me ofreciste a tu lado. Juré que jamás olvidaría el momento en que te conocí, y he mantenido mi juramento. De mis amigos no sé nada, al enterarse que, una a una, las personas que estaban alrededor de mí fueron cayendo, todos salieron huyendo despavoridos, ausentes a mi pena, a mi sufrir, conociendo que alguna clase de maldición cargaba yo entre mis entrañas.

Todavía recuerdo el gusto que sentí cuando los tomé por sorpresa, y uno a uno les fui clavando la daga, muy profundo, donde más duele, hasta verlos caer totalmente deshechos. Un desenfreno de sangre y lágrimas, eximiéndome de toda culpa de la atrocidad que cometía: mea culpa. Al son de un viejo rock and roll terminé con todos mis acechadores. Uno a uno fueron cayendo, hasta que me sentí finalmente liberado.

Mi memoria me traiciona, solamente han pasado 4 semanas, pero mi cara me dice que he envejecido por lo menos 4 años. Las paredes de este lugar son blancas, me resisto a seguir en este lugar, me siento encerrado. La gente me sigue mirando, pero en esta ocasión son totalmente desconocidos, ya no les encuentro familiaridad. A cada paso que doy, cada gesto, cada palabra mal articulada, solamente se miran entre sí, murmuran algunas palabras y todos anotan al unísono. Tal vez estén documentando mi vida.

Me llevan todas las noches a un salón completamente en penumbra, me acuestan cómodamente e intentan borrar de mí el recuerdo de todas las atrocidades que esas personas me causaron. Me prohíben fumar, cosa que disfrutaba tremendamente. No paro de gritar por Martina, la extraño horrores, pero ese maldito me la quitó de mis brazos, la sedujo con su gran poder sobrenatural para poder acabarle. Logró su cometido: nos separó.

¿Será por eso que no me dejan salir?, ¿será por eso que me dan electroshock?

5 de diciembre

No puedo ver nada, todo es tremenda oscuridad. Al fondo, una luz, una imagen, una idea.

Escucho los compases de esa canción que hizo que me enamorara de ella. Lentamente sigo la tonada con mis silbidos. Bailo a los compases de una ilusión.

Por fin la veo, hermosa, grandiosa como siempre. Un estallido de electricidad y todo se acabó. Mis manos no me creen lo que les platico, no me habla la razón. Las paredes me siguen encerrando. Quiero gritar, quiero salir, quiero estar junto a ti.

Mi habitación parece museo, muchas miradas me perforan, ellos han regresado. Cada uno tiene una historia que contar, una nueva posición, un nuevo fin, una nueva daga.

20 de noviembre de 2007

Debajo de tu Piel

La fría noche de verano no logar aminorar mi calor, siento como ese deseo recorre lentamente cada fibra de mi cuerpo, como los músculos se contraen, la sangre comienza a circular, se empiezan a nublar mis sentidos prestos a entregarse a ese estallar sin fin de sensaciones, sentimientos encontrados, cólera mezclada con el más puro placer carnal...

Conozco esa mirada singular, más me intriga el rostro que se esconde detrás de él... entiendo y encuentro forma en ese rostro, interpreto el lenguaje de esa mirada, me pierdo junto con esos pensamientos, me realizo con esto

Contemplar tu cuerpo una vez más, sin embargo la última... sentir tu respiración lentamente en mi pecho, apoyando tu cabeza en mí, mi mano cruzando la curva desnuda de tu hermosa espalda crispada por pequeñas perlas que brillan a la luz de mis fulgurantes ojos. No puedo murmurar nada, simplemente me atengo a recordar lo que acaba de pasar e intentar borrar de mi cabeza la idea de que nunca volverás...

-No te vayas-atino a decir.

No contestas, te limitas a mirarme... verme en tus ojos me crea un éxtasis incomparable, sé que me puedo ver en ellos pues esos dos cristales tan hermosos solamente reflejan lo que tu corazón alberga.

Volver, volver... huir, nunca más regresar, olvidar... sentir...

Quiero desnudar tu piel y encontrar tu alma en el fondo de tu cuerpo, sentir tu palpitar y hundirme en esa profunda humedad sagrada, apuntar hacia tu altar de Venus y perderme en las burbujas del sueño, en la huella que quedará de mí en tí por el resto de tu vida...
Solamente soy un momento, una idea fugaz, un sueño vaporizado entre nubes de alcohol, la fiesta terminó... todo volvió a su curso natural...

Te fuiste, en mi cabeza sigue rondando tu cándida desnudez, la circunferencia de tus senos, en los cuales descansé mi estupor... tu fina línea que empieza ahí y termina un poco más al sur, donde solía haber una maraña negra, pero que sensualmente has retirado para deleitar mi vista, mi lengua y por tu comodidad... seguir bajando por tus piernas hasta terminar de verte, para volver a levantar la vista y ya no encontrarte, sólo tener el recuerdo de algo que nunca fue, nunca lo será, pero algo con lo que mi deseo engaña a mi mente y me transporta a un estado etéreo en el que me pierdo en esas sensaciones que no llegué a sentir de tí...

La luz se extingue, el frío arrecia... tú ya no estás... yo me perdí contigo...

13 de noviembre de 2007

El Cuarto sin Razón

Tuve que alejarme una vez más de ese pequeño espacio que yo consideraba mi santuario, salir de todas las columnas de papeles amontonados esperando a que lleguen unos ojos que los puedan admirar, dejar que circule la nube gris que se forma cada vez que ahí me refugio.

Tomé mi abrigo y salí trepidante hacia la calle. Maloliente y poco alumbrada, albergaba un panorama muy poco alentador. Ante tal indecisión de qué rumbo tomar, decidí seguirle los pasos a una mujer que, siguiendo su costumbre casi religiosa, caminaba por ahí solamente para disipar sus pensamientos de amores mal logrados. No fue tan negativa esa decisión, pues por fin pude cruzar algunas palabras con ella.

Independientemente de nuestra charla sin sentido ni finalidad, pude saber que su nombre era bastante común, pero su mirada encerraba tantos enigmas de esos que solamente el corazón puede ver si entiende lo que esos ojos quieren expresarle. Ofrecí acompañarla de vuelta a su domicilio, donde le esperaba su rutina diaria: una cena módica, tal vez algún chequeo de correo electrónico, cruzar algunas palabras con sus familiares y a la cama; aceptó amablemente tomándome del brazo, empezando a hacerme confidencias dignas de un confesionario. Seguimos caminando hasta que por fin llegamos al umbral de su hogar, después de una despedida mustia, la dejé y proseguí en mi andar sin destino.

Después de unos pasos e invadido por un pesar gigantesco, provocado por no poder interpretar lo que los ojos de mi nueva conocida, abrí la puerta de mi cubil: ¿qué me habrán querido decir esos ojos verdes, en los que me perdí por unos segundos? Medité sin cansancio sus palabras, recordé todos sus gestos, pero aún así no encontraba respuesta elocuente al enigma que se presentaba en mi cabeza. Volví por fin a mi rincón, me senté ante la computadora a mi rutina –tal como lo predije con ella-, revisar correos, enviar algunos pendientes y tal vez –solamente tal vez- hastiarme hasta el punto de poder quedarme dormido. No hubo novedad, escribí algunas líneas del texto que estaba preparando y me dirigí a la cocina a asaltar lo pobre del refrigerador. Mi festín culinario duró solamente unos cuantos minutos: un vaso con leche acompañado de una dona hueca que en vez de chocolate parecía pintura de aceite débilmente endulzada. Me rendí ante mi terrible jornada y dormí lo más que pude.

Me sacó del sueño que solía tener unos tenues golpes en la puerta de acceso de mi casa; como pude, me vestí solamente con una bata y salí a ver quién tocaba a mi puerta: eran esos ojos que conocí solamente algunas horas antes, me miraron, los miré, no dije nada, solamente abrí la puerta. Ella entró y se sentó en el sillón –el único, por cierto- y simplemente se limitó a mirarme y sonreír débilmente. Me comió con la mirada unos instantes, se acercó y me besó tenuemente en una mejilla, me tomó de la mano y se acercó a mi oído murmurándome solamente estas palabras: ve a tomar un baño, salimos pronto.

Cual niño obediente de su sacrosanta madre, me metí en la regadera y salí todavía escurriendo, con la toalla amarrada alrededor de la cintura para encontrar a mi visitante frente a mí, viéndome sin pudor, más sus ojos me dieron una señal que sí pude entender –cualquier hombre podría-: deseo. Me vestí torpemente con lo que acostumbraba –unos pantalones de mezclilla, recuerdos de mi juventud no tan distante, una camisa gris y un saco- y me dirigí a la puerta acompañado de ella.

Vagamos por la ciudad el resto del día, nos contamos cosas, nos peleamos, nos contentamos, nos tomamos de la mano, anduvimos por ahí rodeándonos con el brazo el uno al otro. Tomamos asiento en un pequeño café por los rumbos del centro, disfrutando ella una cerveza y yo una copa de vino tinto, mientras nos amenizaba un trío de jazz. Volví a asaltar su mirada, encontrando cada vez más que esos ojos no solamente expresaron deseo hace algunos momentos, me daban respuestas a preguntas silenciosas que siempre me había hecho por las noches, justo antes de quedarme dormido. Platicamos por horas, cada momento que pasaba, que escuchaba alguna vivencia, que me acercaba más a su corazón, más me maravillaba, crecía mi respeto y admiración hacia ese ser que se materializaba en todo su esplendor frente a mis ojos. Dimos por terminada nuestra visita y regresamos cada quien a su lugar de origen.

Al llegar al umbral de su puerta no me pude contener, tuve que preguntar cómo sabía tanto de mí, por qué preguntaba lo que preguntaba; quería, necesitaba saberlo todo. Solamente me miro, me volvió a besar en la mejilla y sencillamente, con una sonrisa maliciosa respondió: me gusta más cuando escribes con el corazón, con la cabeza tiendes a ser redundante y algo complicado. Entró, yo me fui, una vez más, pensativo.

Por fin encontré la fuente de toda su información, su respuesta fue más reveladora de lo que yo esperaba. Todos los papeles amontonados detrás de mí, que alguna vez fueron “inmortalizados” en una dirección electrónica que yo llamo mi diario personal, al acceso de quien sea. Visité ese espacio largamente olvidado, encontrando centenares de comentarios firmados con su nombre. En ese momento descubrí que mi escribir por fin cumplía su propósito: su destinatario lo leyó.