3 de diciembre de 2009

La Caída

Las perspectivas desde las alturas suelen presentar imágenes que nos pueden hacer sentir a la vez dueños del mundo y ser, por unos momentos, parte mínima de un panorama enorme. Estar en la punta más alta de un edificio es como estar en la cima del mundo: solamente los que han logrado algún éxito o reconocimiento –legítimo o no- pueden visitar estos cielos terrenales.

Así es como me encuentro aquí, mi maravillosa oficina, desde donde puedo ver a todos desde arriba. Al contrario de Napoleón, que dispuso su tumba de modo que cualquiera que quisiera verla tuviera que invariablemente inclinarse ante él, a mí me gusta que me vean hacia arriba. Todo el que voltea a ver al cielo, busca algo, pregunta por qué. Ese por qué, soy yo, la muestra latente de todo lo que he tenido que hacer para llegar a donde estoy. La historia de mi odio ya se contó. Esta es la historia de mi caída.

No es cierto que todo lo que sube tiene que bajar. A pesar de que te estoy contando mi caída, querido lector, esto no quiere decir que descendí al más bajo nivel –donde, irónicamente, empecé- y me estrellé para reventar en mil pedazos. Dejar una masa informe en el suelo, rodeado de curiosos. No, esos asuntos no me gustan. Nunca me han gustado las luces de los reflectores sobre mi cara –ni ninguna parte de mi fisonomía-. Desde que llegué aquí la prensa e interminables parvadas de estudiantes han invadido mis puertas para preguntarme la razón de mi éxito. Ellos no saben que odio. Simplemente se ven encandilados por la luz que los ciega cuando voltean hacia arriba. Justamente se les olvida que yo fui una vez uno de ellos. Mirando siempre las alturas, añorando su blancura. Pocos recuerdan su origen cuando llegan a la cima. No soy la excepción.

He destruido despiadadamente a todos los que se han atravesado en mi camino. Nunca he tenido reparo en hacer todo lo que hice. Fuego, gloria, cómplices, sórdidos lugares, torturas fetichistas. Todo lo que mis enemigos merecían –y lo que no- pude infligir sin temor alguno. Jamás me ha azotado el remordimiento de conciencia –como si tuviera alguna-. Ahora, años después, que ya no tengo nada más a dónde escalar, es cuando me doy cuenta que no destruí al primero, a la fuente de todo.

En mi caminar me he encontrado con incontables émulos que solamente se quieren cubrir con mi gloria. Creen que son los primeros, o que podrán mejorar lo que alguna vez hice. No entienden que esto no es fácil. Tuve primero que deshacerme de todos esos sentimientos que mis padres sabiamente reprimieron. Soy un producto del sistema, ellos solamente son arropados por la sombra de mi figura. Ese carro chamuscado, aquella explosión, las mujeres, el alcohol. Los patrones no se repiten, a mi me crearon y rompieron el molde. Ilusos, siguen volteando para arriba.

Fumo despiadadamente, mis ojos reflejan exactamente mis sentimientos. Mi traje hecho a la medida –uno de los gustos que tuve que adquirir gracias a mi rápido asenso- me queda grande. Los exquisitos ventanales que adornan mi oficina, la vista imponente, todo me parece ya vano. Yo mismo soy motivo de mi odio. Todo empezó desde la primera escalada. Sí, pude eventualmente destruirlo. Me ayudaron –si ayuda se le puede llamar a alguien que actúa por cuenta propia pensando en el bien propio y derivando en una ventaja para ti- a llegar a donde estoy, y aún así no me siento agradecido. Soy un barullo de ideas inconclusas.

Siempre he necesitado de un némesis. Alguien a quien destruir. Mi naturaleza es así: la supervivencia del más fuerte. Cualquiera que me viera, podría decir fácilmente que soy más fácil de quebrar que un palillo. No saben que ese palillo tiene astillas. Podré parecer frágil, pero esa fragilidad fue la que me dio las armas para lograr todos mis cometidos. Maquiavélicamente, justificando mi fin, procurando los medios. Cualquiera que ha tenido la idea de estar sobre mí, o que yo lo haya percibido así, ha tenido que caer; jefes, capataces, superiores, gobernantes, todos han sucumbido ante mi odio. Es el motor que me mueve, es mi sol, es mi gasolina. La sangre que corre por mis venas clama la de esos seres.

He llegado a su cielo, lo he conquistado y reino en el. Han dicho que es mejor gobernar en el infierno que servir en el cielo. Temo decirles que ese cielo se convirtió en un infierno personal; el infierno que yo tenía planeado para cada quién. Ahora sé lo que siente dios cuando saca su lupa y nos tortura. No necesita hacer mucho, mover un dedo basta. Solamente cuando se está abajo es cuando se tiene que trabajar más. El sudor de mi frente en los principios se convirtió en el vino que plácidamente disfruto mientras se realizan mis planes. Cual soberano, tengo seguidores. Manadas de perros mendigos que buscan las migajas que caen de mi mesa. Magnánimo me llaman algunos. Los veo y me dan asco.

He reinado placenteramente por mucho tiempo. Todo por lo que antes peleé –vino, mujeres, sobre todo a mi tía- llega a mí sin siquiera pedirlo. Tengo todo lo que un hombre normal puede desear. Simplemente no tengo lo que el hombre común tiene en abundancia. El equilibrio se ha roto. He llegado a donde quería, y ya que estoy aquí, me doy cuenta que todavía hay un paso más qué dar. Es hora de abrir las ventanas, está muy sofocado aquí. Mi secretaria entra sin tocar, me encanta verla. Una mujercita apenas, siquiera tendrá los veintidós años que puso en su solicitud. Esas carnes tan frondosas, cómo ver y no tocar. Me pasa la agenda del día, como siempre, con alardeos de coquetería. Así como algunos destruimos para seguir, ellas destruyen a su manera. No cabe duda que el título de profesión no se gana solamente en las calles –ni en las universidades-. Su escote pronunciado, ella sabe que lo estoy mirando. No es necesario imaginar, ya lo he visto. Sigue creyendo que metiéndose en mi cama o abriendo las piernas encima de mi escritorio podrá decir que está a mi mismo nivel. Cariño, estás en la cima, pero no vives en ella. Que se vaya, no se me antoja su sexo. Por más esfuerzos que hace, no puede hacer que la lujuria tome posesión de mi cabeza. Esto es más importante que el vaivén regular que tengo con ella.

Una agenda repleta. Un montón de caras que repudio. No soporto verlas ni de cerca ni de lejos. Me causan repulsión. Mi escritorio está mandado hacer de manera que haya una barrera infranqueable entre ellos y yo. Sienten que somos de la misma calaña, pero no estamos ni siquiera cerca de ser ni de la misma especie. Determinado, tomo el teléfono y le indico a la seguidora que guarda mi puerta que no quiero ver a nadie, que cancele todas mis citas. Accede, pregunta si se me ofrece algo más. Se me ofrece que te vayas al carajo. Cuelgo, cierro con seguro mi oficina. Ataco el bar que me gusta tener bien aprovisionado. La primera copa baja cual gato en reversa. Me hace carraspear. Otro cigarrillo. Camino de un lado a otro. Parezco animal enjaulado. Adiós saco y corbata, me quedan ya grandes.

Estoy fuera de mí, parece que no me entiendes aún. He empezado desde abajo, ahí, donde estás tú. Desde tu abismo me estás mirando en este momento. Estás añorando todo lo que tengo, todo lo que he hecho, todo lo que puedo hacer. Todos se preguntan por qué miramos el cielo, buscando en vano, preguntando por qué. ¿Quieren respuestas? Todos queremos ser aquello que no nos atrevemos a serlo. Podrán decir que yo me atreví, pero están terriblemente equivocados. Están jodidos, son una porquería. Yo estoy aquí porque alguien más estaba aquí. Es la historia de mi odio desmaterializar a cualquiera que se ponga en mi camino, en mi propia escalera de Jacob. El venció al ángel, yo lo vencí. No se dieron cuenta que yo también era un ángel. Cómo un hombre puede vencer a un ángel si no es siendo él mismo uno.

Desde mi cima, me doy cuenta que tengo un nuevo némesis. Me mira fijamente en el espejo. Utiliza esos estúpidos trajes que nunca me gustaron. Soy un esclavo, esclavo de ese personaje. Me aterra, me hace vomitar bilis todas las noches. Se bebe mi alcohol, se coge a mi mujer, a mi secretaria, a todas las viejas que me he encontrado. Vive mi vida, fuma mis cigarros. Dice las mismas pendejadas que yo, solamente de una manera más poética. Parece que estuviera educado, siendo que nunca dejó de ser el personaje diminutivo que tanto aborreció, por el que derrumbó a su primer enemigo. No ha acabado. Por eso estoy fumando como loco, por eso bebo, por eso he corrido a mi secretaria. Por fin está aquí, lo he acorralado. Siguiendo sus mismos pasos, aquí te tengo. El ángel que venció al ángel ha conocido al nuevo Jacob.

Todo, todo ha terminado. Todo ha acabado. Es momento de despedirse, pero antes tengo que hacer muchas cosas. Al diablo la tecnología, el papel es más dramático.


A la mañana siguiente, se leía una nota en un periódico de alta circulación en la ciudad:

“Ayer por la tarde, uno de los más notables empresarios ha decidido quitarse la vida saltando desde el balcón de su penthouse, localizado en una de las zonas más lujosas de la ciudad. La policía ha empezado investigaciones del suceso, manteniendo la teoría de suicidio dado a que fue encontrada una nota póstuma en su oficina. La secretaria menciona un comportamiento inusual en su jefe. El bar de la oficina estaba vacío. No se han querido revelar datos personales del empresario, ya que era muy conocida su reserva y taciturnidad en estos temas. La carta será publicada a petición suya en este diario la semana próxima.”

3 de noviembre de 2009

Manifiesto gustista

No descubrí que me gustaba fumar hasta que compré mi primera cajetilla. El alcohol se hizo uno de mis acompañantes de fin de semana cuando empecé a procurarlo. Mis amistades son lo que son a partir de que tuve la conciencia de que compartía mucho con ellos. Por eso, tardé algo de tiempo en darme cuenta de que una mujer me gustaba.

Desde que tengo uso de razón, incontables cosas han ido gustándome sin darme cuenta. Hay muchas de estas que empezaron con un "no" o incluso con un "¿estás loco? ni de pedo". Eventualmente, se hicieron vicios interminables. Es bien conocida mi afición a fumar, así empezó todo: de nada sirvió declararme incontables veces en contra de algunos de los vicios malignos -pero, ah, qué placenteros resultan en ocasiones- que tienen los humanos. Eventualmente, tenía que caer. En fin, bien dicen que si no puedes contra ellos, úneteles.

En los años mozos era fácil darse cuenta cuando a uno le gustaba una fémina: bastaba con ver un par de senos prominentes o una cara bonita -claro, siempre y cuando los uniformes escolares lo permitieran-. Declaraciones de amor que terminaban en un partido de fútbol, la carrilla que se empezaba a gestar por juntarse con el "bando contrario" y las demostraciones dignas de la película más cursi derrama miel de la cartelera veraniega: eso es el amor de secundaria.

Pasan los años y las cosas cambias. O no son necesarias ya las curvas y la cara bonita o tienen que ir adicionados a otras situaciones: gustarles los mismos grupos fresitas/disidentes de moda, gustos parecidos en ropa y en lugares donde "pasar la tarde". Cercanía con el domicilio -enfrentémoslo, pocos han sido los agraciados con automóvil en sus primeros años de prepa- eran las características que dominaban. El tiempo pasa, uno cambia -y hay cosas que no puedo cambiar- por lo que todo se distorsiona de una manera rara pero comunmente estudiada. En una ocasión, se acercó un compañero a compartirme la confidencia de que le gustaba una chava que solía juntarse con sus amigas cercano a nuestra zona de fumar. La pregunta obligada -o ni tanto, será que me dio un achaque de vejez a tan temprana edad- fue: "¿cómo te diste cuenta?" Obvia decir que no pudo responder la pregunta, solamente se abalanzó sobre ella para ser feliz por unas cuantas horas -lo que le duró el noviazgo, después de un cuasi cortejo en el cual no había nada claro-.

Para mí, el saber que me gusta una mujer fue cambiando. Fruto de las tantas reflexiones que hago en la banca que estoy sentado -ahora no hay bullicio, hay una calma con un eco de ciudad en un intento de bosque en el cual se añoran más las sombras que nada- es esta: ¿cómo me di cuenta que me gustas? Notarán que parece que la pregunta tiene destinatario. Una de las cuestiones más grandes que he tenido que resolver es dar cuenta de mis sentimientos: cosa rara, estúpida e inútil, si se le piensa fríamente, pero que puede dar tanta claridad en algunos asuntos. Todo esto viene derivado de un amorío infructuoso y no realizado que tuve. Esa, precisamente, fue la pregunta que acabó con todo.

No quiero exaltar todas tus cualidades. Puedo decir que me gusta cuando traes el pelo suelto, que sonrías casi de todo y que te des tiempo de ser seria. Que te guste cultivarte intelectualmente y que demuestres también interés en tu imagen externa -afortunadamente no raya en la vanidad extrema-. Podrían pensar que pasaría los siguientes teclados diciendo que los nervios me atacan cuando me haces una pregunta directa o cuando por una extraña razón posas una de tus manos en alguna parte de mi fisonomía. Puede que tengan razón, puede que nunca lo sepan. Bien puedo dejar de escribir aquí, pararme e irme a un lugar donde no me esté atozigando tanto el sol. O bien, podría nunca decir el por qué me gustas tanto. Descúbrome constantemente buscándole. Inconscientemente necesito su presencia y noto su ausencia. Toma mucho tiempo aire en mi cabeza su nombre. ¿Será así de sencillo? Sería necio continuar con estas líneas. Estoy declarando un concepto, no confesándome. Es, sencillamente, no me importa desperdiciar el tiempo contigo, al contrario, quiero hacerlo.

Darse cuenta. Recuerdo muchas mujeres que llegaron diciendo: "creo que le gusto a Fulano".

¿Apoco no te diste cuenta?

27 de octubre de 2009

El primer paso

Los cafés suelen ser refugios recurrentes para gente que quiere sentir una soledad incierta en una multitud bulliciosa. Dependiendo del horario en el que acudamos a estos lugares, podemos encontrar diversos tipos de compañías silenciosas -y ruidosas, si les prestamos atención- que pueden disparar nuestra imaginación y llevarnos a crear historias fantásticas no tan alejadas de la realidad de algunos.

En esta ocasión, como paraje de uno de mis tantos viajes, escogí una cafetería bastante concurrida, en la cual puedo sentarme plácidamente, a mis anchas, a fumar un cigarro mientras disfruto del primer café de la tarde. Observar el tránsito que es voluminoso en esta zona, en lo que pongo orden a mis ideas y me obligo a sacar mi artilugio tecnológico que le ahorra bastante trabajo a mi muñeca. Evitar las redes sociales y los mensajeros es un problema, sobre todo cuando no tengo una idea clara sobre qué quiero divagar en esta ocasión. Dicen que el barullo ayuda al ocio creativo, pero varias veces me he encontrado tomándole particular atención a los que están a mi alrededor: desde los señores que juegan a sacar "pa' los cigarros" del día al dominó, hasta los amantes -o prontos a serlo- que intercambian miradas furtivas en vez de palabras.

En esta ocasión, una pareja en particular ha captado mi atención. Llegaron poco después de mi arribo a mi mesa de costumbre -me gustan los rincones, por aquello de dominar de mejor manera el panorama. Además, mi vicio me ha orillado a ocupar estos espacios-. Café para él, un té para ella. Casi no cruzan palabras, pero la distancia se va reduciendo cada vez más. Él, intentando disimular estos acercamientos, hace ademanes exagerados con las manos, intentando producir un encuentro inesperado con las de ella. Ella, por su parte, aparenta estar impasible, más se revuelve en el asiento, con una muestra de ansiedad matizada con la mirada que esconde. Miradas escondidas, son las que expresan más de lo que creemos.

Es curioso el cómo se desenvuelven estos dos. A pesar de que no escucho ni un ápice de su conversación -de qué me serviría ser mirón, más bien me sentiría como el paparazzi de los mortales- puedo imaginar tantas cosas que pueden estar platicando. O él se muere por ella, o ella le dio entrada a algo y el pobre no sabe cómo empezarlo. Podrían ser dos jóvenes de secundaria que apenas se inician en los caminos del amor. Con las nuevas generaciones como están, no me extrañaría. El romanticismo está devaluado. Ya no bastan las cartitas dejadas a escondidas en los escritorios/lockers/mochilas, ahora ya es necesario el nick revelador en MSN y el consecuente en Facebook. Los montones de aplicaciones hechas, suspirando porque el/la destinatari@ se de cuenta de que es el provocador de esas actidudes, y vaya que estoy dejando de lado ese mito urbano de entre más caro, más te quiero. Supongo, más no afirmo, que uno de los casos que puedo pensar -y que no necesariamente digo-, es el que sucede.

Finalmente, los ademanes cesan y él postra sus manos en la mesa, entrelazadas la una con la otra, con la mirada fija en ella. Ella, intenta refugiar su mirada en los alrededores. Busca desesperadamente que aparezca alguien o algo que la haga desviar el tema -aquí es cuando los importunios de los meseros se vuelven útiles-, sin tener éxito alguno en su empresa. La expresión de él torna de ser cuestionante a decepción, desgraciadamente, no esperaba este tipo de reacciones, y menos de ella. El silencio se prolonga, unos segundos si me preguntan a mí, pero si le preguntamos al pobre hombre, se le ha de haber hecho una eternidad. Por fin, ella responde algo. Por la brevedad de su respuesta, aparenta ser un monosílabo. Aquí es cuando mi ocio se convierte en morbo, incluso en interés genuino. Observo detenidamente, entro en un nirvana extraño, otro cigarrillo, computadora encendida, a teclear.

Una confesión amorosa, hecha por cualquier medio. Desestimada, tardía, seca, falta de emociones. Desbordando emociones, mal correspondida. Final, principio, causa, efecto.

"Después de mucho tiempo, por fin tomé el valor de decirle, de frente, algo que en incontables ocasiones le he dicho indirectamente. La cité en este pequeño lugar, al que nunca había venido, pero que me recomendaron ampliamente. La recibí en la puerta. Ella, como siempre, hermosa. Es fácil descifrar sus gestos, su seriedad no parece permanente, su sonrisa cruza toda su cara. Su ser, vaya inspiración.

No niego mis nervios, sé que no es la primera vez que le confieso a alguien que me gusta. Sencillamente, en esta ocasión me gustaría que fuera algo mejor, quizá, por primera vez estoy deseando algo para mí. El desinterés de saber si la otra persona siente lo mismo que yo es algo que tal vez me ha llevado a incontables fracasos. No podría decirlo, pues nunca tuve el valor de preguntar si siquiera alguna vez me consideraron como opción, o peor caso, si me vieron como hombre. El temblor de las manos lo disimulo diciendo que es una condición de familia. Quiero un cigarro, uno, aspirarlo profundamente. Entramos al café, siéntate. Ella no toma café, tenlo en cuenta. Pide uno, no, tonto, que ordene ella primero. Nervios, malditos nervios. El primer cigarro. Sonríe, no te muestres dubitativo. Decídete, ¿no que esta era la buena?

Conversación rompehielos. Qué tal estuvo el día, qué hiciste, te costó trabajo llegar, te ves muy bien. Dándole rodeos a algo eminente. Cigarrillo en una mano, el encendedor en señal de juego en la otra. Tu cabeza está en otro lado, tu cuerpo desparramado en el equipal. Está cómodo, pero concéntrate, no vienes a eso. No le quito la vista de encima, me pone cada vez más nervioso. ¿Recuerdas todo lo que dijiste antes? Eso ya quedó solucionado, los que salgan afectados o que se aclimaten o que... reclamen.

Llegaron las bebidas. El café está caliente. Voy a saber a café y a cigarro, bonita combinación. Todavía ni sé si la voy a besar y ya estoy desvariando en eso. Lord Byron viene a mi cabeza. El momento y el lugar no existen, se crean. Crea el momento, ya conoces la mitad de la respuesta. Suéltalo. No, no de golpe. Gradual, dile que te gusta. Probablemente ya se dio cuenta. ¿Qué puede pasar? Ideal sería que tú a ella también, pero eso todavía no lo sabes y probablemente nunca lo sabrás. Venga, pregúntale. Ya, pues, le pregunto.

- Todo esto, solamente para decirte que me gustas."

El final, desgraciadamente, es lo difícil de plasmar. Cada quién quiere su propio final. Yo sé cuál quiero, el problema es que no depende completamente de uno.

20 de mayo de 2009

Vagando por la vida.

Solía tener la costumbre de recorrer lugares algo concurridos en busca de una historia que pudiera llenar el espacio que tengo como bitácora personal. La vida de sofá se torna aburrida, y la blogósfera está plagada de espacios de vómito mental y tarugadas. Le quise dar un giro inesperado a ese pequeño espacio buscando no estancarme en las líneas de siempre. Por eso, me encuentro un muy bien tramo lejos de ese sofá en el que mis manos hablan. Siguiendo esa costumbre, camino, con mi morral, audífonos y un cigarrillo encendido, observando mi alrededor.

Básicos para salir en estos viajes son los cigarrillos: a pesar de que me quitan minutos de vida y en ratos dejan asqueada mi boca, son un buen matatiempos. En el morral no pueden faltar la libreta, la pluma -bien dicen por ahí, si no confías en tu cabeza, anótalo en tu mano-, una botella con agua, el reproductor mp3 genérico intercambiable -no estamos de modo de poseer un ipod- junto con algo con qué encender los cigarrillos y una que otra chuchería que voy adquiriendo en mis jornadas. Ropa cómoda según el clima y ánimos de tener la posibilidad de perderse.

Precisamente hoy es uno de esos días, de los buenos. Acabo de recorrer el tramo que va desde la Plaza de la Liberación hasta el Cabañas, de ida y vuelta. Me detengo a comprar un refresco en una de esas cadenas que parece que será una de las grandes herencias que les dejaremos a futuras generaciones para mitigar un poco mi sed. Una de las jardineras será mi guarida por unos momentos, en lo que disfruto de mi bebida y de otro cigarrillo -estos viajes hacen que no pare de fumar-. Unas cuantas anotaciones y estaré listo para regresar a mi casa.

Abordo de mi vehículo, escuchando un poco del rock clásico que me fascina, voy cocinando un poco las líneas que llegaré a expresar. El día fue bastante fructuoso, pues se escuchan buenas historias en la fila de esos famosísimos lonches. Igualmente, es curiosa la dinámica familiar que manejan en diferentes lugares. Vastas ideas, todas un tanto confusas. Maquinalmente, enciendo otro cigarrillo para poder aclarar la cabeza -y los pulmones se quejan-, en lo que me acerco al final de la jornada. El día transcurre con las ideas finalmente plasmadas. El sofá vuelve a ser mi guarida, he vuelto a mi hogar. Planeando la siguiente salida, ahora será bueno recorrer los alrededores cercanos, pues vivo en una colonia repleta de parques, a pesar de que no se vea mucha gente en ellos. Un último cigarrillo después de bañarse, y a la cama. Fresquecito, a dormir.

19 de mayo de 2009

No lo puedo cambiar

Toda la vida me la he pasado pensando en cosas que puedo cambiar, en las que puedo controlar. Hay impulsos de la vida que gustaría poder aguantar, otros que ojalá hubieran sido no tan controlables. Dejarse llevar una vez, con eso habría sido suficiente.

Ahora que me retiro de ese lugar donde solíamos encontrarnos. Con toda esa livianez que ya siente mi corazón, es cuando pienso nuevamente en esas cosas que no puedo cambiar. Tal vez no puedo cambiar la noche por el día, ni quitar la lluvia y poner el sol. No puedo hacer que el lunes sea jueves, ni que te haya encontrado esa noche fabulosa. No puedo cambiar el color de tus ojos, ni el hecho de que te guste vestir de una manera u otra, las cosas que no puedo cambiar son las que más me dejan el sabor de boca que llevo en estos momentos.

Camino, no voy muy lejos. Saco un cigarrillo y antes de prenderlo pienso que eso es una cosa que puedo cambiar. Puedo cambiar mis hábitos, mi manera de hablar, incluso el lenguaje en el que más me expreso. Podría cambiar mis gustos, pues esos se han transformado al paso de los años. Puedo cambiar la manera en que me dirijo a tí, elegir nuevas palabras para expresarme. Quizá intentar algo nuevo, no estancarse. Ese cambio suele ser necesario. Prenderé el cigarrillo de todas maneras.

Me pedías que nada cambiara. Desde ese momento cambió. Esa frase hizo que se mitigara un poco mi temor, esa represión que tiene mi corazón desde hace muchos años de abrirse ante la persona a la que se le quiere entregar. No puedo cambiar tu decisión, quizá no en este momento. Tampoco puedo cambiar que mi corazón te deseé en cada momento que pienso en tí. Eso no cambiará. Puedo cambiarlo, pero no quiero. Si el corazón es valiente y la vida lo quiere, tendrá su recompensa.

Se acabó el cigarrillo, sigo caminando. No puedo cambiar que las cosas sigan su curso, no puedo cambiar vidas, puedo hacer una diferencia. Las palabras se quedan bastante grabadas en mi cabeza, siguen rondando por ahí. Otro cigarrillo, qué más da. No puedo cambiar la manera en que vivo mi vida, pero tal vez sí puedo cambiar lo que espero de ella. El camino se hace cada vez más corto, es hora de tomar una decisión. Son tantas las cosas que no puedo cambiar, y aunque pudiera, quizá no lo haría. No puedo cambiar la ciudad en la que nací, y no me gustaría, no puedo cambiar la época en la que nací, todo lo que ya pasé no lo puedo cambiar. Algo que sí puedo cambiar es lo que pasará adelante. El cambio ya suena repetitivo en mis líneas, y aún así sigo llegando al mismo punto. El cambio requiere decisión, y la decisión que tomé requiere espera. La espera será larga o será corta, eso no lo puedo cambiar, lo que sí puedo cambiar es la manera de escribir el final de esta historia.

3 de febrero de 2009

Aprender a volar

No es tan desconocido el panorama. Camina, sin rumbo, dice a veces, pero sabe perfectamente hacia donde va. El piso todavía tiene las marcas de la última vez que caminó por ahí, no lo ha olvidado. Restos de lágrimas y sangre por todos lados, las marcas de siempre. ¿Aprendizajes? Parece que no. La imagen del espejo, lo único que ha cambiado son las líneas tan finas que, según le dicen, no se alcanzan a apreciar todavía. Las marcas que deja la vida en la cara se ven, sentencia que ha tenido siempre presente. Las marcas que deja el amor, en el corazón se ven, no lo olvida.

No levanta la cabeza, pues parece que su diálogo interno es muy encarnado: ¿qué hacer? Si bien sabe que no es la primera vez que se presentará, levantará la cabeza y tomará una decisión. No es nuevo en eso de volar alto y aspirar a mucho: el que no arriesga no gana, siempre lo ha pensado, pero jamás lo ha aplicado. Un lado, una voz, la razón, el corazón. El corazón tiene pensamientos que la razón no entiende. Hay que saberse guiar por ambos, por más ambiguo que parezca. Parece no inclinarse por ninguno de los dos: si bien siempre ha sido más racional, esta vez su corazón grita con fuerza, pidiendo aunque sea revivir la emoción de la ilusión del logro. La razón le pide que no regrese a ese lúgubre camino que ha recorrido más de lo que ha querido. No vale tanto la pena. Tú no lo sabes. Diálogo tenebroso, que no me atrevo a capturar aquí, pero que más de alguno lo ha de conocer. Darle vueltas una y otra vez a la situación, poner todo en la balanza, aventarlo todo y correr, lanzarse al ruedo. ¡Decisiones!

Llegó, el trayecto se hace corto con esa marejada de pensamientos. Ahí está, con la mirada interrogante. Siempre esa media sonrisa que te ha robado muchos suspiros. Su figura, su cabello. Los hombros siempre descubiertos, donde le gusta posar sus manos. Darle calor, transmitirle algún sentimiento a través de sus manos. Ojos pequeños pero expresivos. A pesar de su gusto por los ojos claros, siempre se ha enamorado de unos ojos negros. Cuestionan siempre, reciben pocas respuestas. Ahí está, esperando algo. Quizá el momento de decirle que no pierda su tiempo, que simplemente retroceda. Quizá le dará tiempo suficiente para decir lo que siente, a pesar de que sabe que le cuesta mucho trabajo. Él simplemente se limita a mirarle.

Querer dedicarle muchos prodigios, cantarle una canción. Una rosa, tal vez. Buscar su mano, mirarla profundamente a los ojos. Sonreír cada vez que piense en ella. Todo lo hace, o quiere hacerlo. No tiene nada qué perder, pero las marcas del corazón ya son muchas. Por una vez, quiere triunfar. Ella, no sabe. Quiere ser feliz, quien no querría, la pregunta es si aceptará el corazón que se le está ofreciendo.

Busca una sencilla razón para hacer todo. Encontrarla, es lo que cuesta más trabajo.

9 de enero de 2009

Ases

Salen las primeras tres cartas, el flop más interesante de toda la noche. Mis ojos no pueden creer las cartas que están viendo: por primera vez en toda mi vida me encuentro con un Royal Flush, la mejor mano de todas en el poker. Intento no vacilar, no puedes saber que tengo la mano ganadora. Aún te quedan dos prendas, y estoy dispuesto a que las pierdas en esta mano.

Llevamos gran parte de la noche jugando así, al borde de la excitación perpetua. Propuse el juego, tú, con una sonrisa maliciosa, aceptaste. No tardó tu mente perversa en imaginarse todo lo que iba a suceder. No fue necesario ningún tipo de convencimiento, solamente buscamos una baraja en los cajones -recuerdas bien que me regalaste una-, un par de botellas de whisky para calmar la sed, suficientes cigarrillos y algo de música. Mi ipod hará el truco.

Acercamos los sillones a la mesa de centro. Con cuidado, hay que quitar los floreros que mi madre me proporcionó al comprarla. "Tienes que tener algo vivo en tu casa", recuerdo bien esas palabras. Si viera que lo vivo que hay es fuego, pasión, desenfreno, creo que no estaría del todo satisfecha. Completada la operación, escoges el sillón individual. Siempre te gustó, no solamente porque ahí cogimos como locos la primera vez, sino porque es verdaderamente cómodo, sobre todo para la empresa que tenemos entre manos.

Te pido que pongas las reglas. Sonriente, me dices que las ponga yo, pues fue mia la idea de hacer tan sensual juego. El procedimiento será simple: jugaremos Texas Hold'Em, aunque sabes que será difícil ganarme, te conozco a la perfección. En cada ronda apostaremos una prenda de ropa, sin importar el frío que está haciendo, que cada vez se hace menos por la calentura creciente que nos ataca. Reglas simples. El ganador podrá retirar la prenda, si es que el perdedor lo desea así. ¿Quedó todo claro?

Empezamos, entramos en calor. Con la primera copa entre las manos, te doy confianza y hago que pierda mi chamarra. La emoción de la primera mano ganada te da ánimos, la primera prenda perdida, aunque muy accesorial, te excita un poco. Tu mente ya recorrió de nuevo todos los momentos que hemos pasado, mas ninguno como este. Nos invade el deseo, queremos brincar uno encima del otro, pero hay que jugar. Las cartas decidirán quién sucumbe primero. Recuerdas bien esa frase que suelo repetir cuando juego: 10% suerte, 90% estrategia.

Tu confianza sigue acrecentándose, ya me hiciste perder la camisa. Todo por el par de ases que te salieron desde el principio. Crees que ya conoces mi juego, pero, mi vida, aún no has visto nada. Perdí los pantalones, me quedo en los boxers que tanto te gustan, esos que, según dices, resaltan uno de mis mejores atributos. Mientras me quito los pantalones, no dejas de posar la vista ahí. Ya sabes que hay debajo de esa tela, pero mueres de ganas de descubrirlo. Con tu confianza ya ensanchada, es hora de sacar mi verdadero juego.

En una mano te hago perder tu suéter. Noto que llevas poca ropa debajo. No puedo dejar de ver tus senos debajo de una de las tantas blusas que tienes, de esas blusas de tirantes que a tantos hombres nos hacen perder la concentración. Es muy pronto para sucumbir, el juego apenas empieza. Suerte, empiezas a creer, porque no había ganado una sola mano en toda la noche. Se consume la primera cajetilla, la botella de Chivas no tarda en morir. Es momento de ir por otra. Decidida, te levantas y te diriges al pequeño bar que procuro tener siempre bien servido. Tomas otra botella, y jugetonamente traes más hielos, con tus manos dentro adrede: quieres que vea tus pezones. Dentro de poco jugaré con ellos hasta hacerte perder la razón. Total, no será la primera vez.

El juego se pone interesante, con la peor mano que me pudo haber salido, te dejo en tu bra negro, con transparencias. "Sabes que me gusta", pienso para mis adentros. Venías preparada para lo máximo, siempre lo estás. También perdiste los pantalones. Te levantas y empiezas a contonearte sensualmente. "Te voy a mostrar lo que he aprendido en mis clases", siempre te lo había pedido. La música empieza a trabajar a nuestro favor, un jazz bastante sabroso empieza a sonar. Tus caderas se mueven al compás de la música. Contengo mi respiración, no doy crédito a lo que veo. Adiós pantalones, hola ropa interior. Apuro mi copa de un solo trago, siento el whisky que baja por mi garganta, sin quemar, ya más caliente no puedo estar.

Intentas sacarme de quicio. Mientras barajeo las cartas, metes la mano por debajo de tu tanga. Empiezas a hurgarte, a tocarte. Veo como empiezas a retorcerte, presa del masaje que le estás dando a tu clítoris. Mi punto débil, y lo sabes bien. Cuando estoy contigo es cuando me sale lo voyeurista, no puedo evitar excitarme ante el espectáculo que me estoy llevando. Intento mantener mi cabeza fría, pero ya está más caliente y parecida a un volcán en erupción. Es cuestión de tiempo antes de que se aproveche ese calor.

Ha llegado el momento decisivo, has apostado el resto de tu ropa interior contra la mía. Salen las cartas que no esperaba. Dos ases más, completan el turn y el river. Sonríes, creyendo que ya me has vencido. Te muestro una cara de sorpresa, para que creas que seré el primero en despojarme de la ropa. Muestras tus cartas ya deseosa de quitarnos la ropa y empezar a manosearnos, el calor ya es insoportable. Justamente la carta que esperaba que tuvieras: un as de corazones, que en conjunto con los otros tres de la mesa, hacen un poker de ases. "Creo que te gané, amor", no paras de sonreír.

- Será otro día, porque hoy, gano yo.

Destapo mis cartas: un rey y un diez de espadas. Te sorprendes, buscas las cartas de la mesa y ves lo que no creíste encontrar: una reina, un joto y el as de espadas. Escalera imperial, llámale como quieras. La mano invencible en el poker acaba de decir que tendrás que perder tu ropa. Ya recuperada de la sorpresa, te levantas y te acercas lentamente a mi. "Quítamela", más parecía que me rogabas a que me lo ordenaras. Ya no puedes más, lo sé. Te quito el sostén, tus senos al descubierto. Tus pezones en mi boca, pequeños brincos los que das, gemidos casi imperceptibles. Ahora mis manos atacarán tu discreta tanga, siento tu humedad. Ya no puedo más, te retiro la tanga y te acomodo encima de mí. Mis manos no se separan de tus senos, las tuyas buscan librar mi pene de su prisión de tela. Batallas un poco hasta que lo logras. Te hundes en mi firmeza, con movimientos rítmicos empezamos a coger, empiezan a presentarse gotas de sudor. Siempre me ha gustado esa imagen: encima de mí, con tu cabello cayéndote por encima de la frente, con pequeñas gotas de sudor, jadeante, excitada, apunto del orgasmo.

Cogemos, sin parar. Pides más, más rápido, más profundo. Terminas en un orgasmo prolongado, que te hace caer rendida en mis brazos. La explosión del placer es lo mejor de todo. El preámbulo es inmejorable. Nos invade un cansancio sensual. El primer round ha terminado, todo por culpa -o por fortuna- de la extrema excitación de la cual ya estábamos presos. La noche apenas empieza, no es momento de rendirnos y todavía tenemos energías para gastar. Te retiras de encima de mi y empiezas a caminar hacia el cuarto. Puedo verte perfectamente, preso todavía de una dureza que no había experimentado hasta la fecha. Caminas sensualmente, tocándote los senos. No lo pienso dos veces, voy a tu encuentro.

Logro interceptarte apenas en la entrada del cuarto. Con un poco de violencia te volteo y te beso profundamente. Ese tipo de besos me encantan -y tú particularmente sabes hacerlo bien- y se prolonga un tanto. No es momento de ponerse cursis, por lo que maquinalmente tu mano busca mi pene. Todavía está enhiesta, sabes que soy de carrera larga. Bajo lentamente mis manos por tu espalda hasta llegar a donde esta pierde su nombre: tus nalgas, lo que más me gusta de tí. Te tomo de a cartón de chela y te levanto. Enredas tus piernas alrededor de mi cintura para afianzarte mejor. Nos dirigimos a la cama, todavía no paramos de besarnos. Justamente en el borde me agacho para recostarte en ella. Me sueltas y en vez de acostarte, te sientas. Me tomas entre tus manos y empiezas el fellatio. Un vaivén de por sí placentero, aderezado por tu lengua que se mueve alrededor. Miras hacia arriba, para contemplar mi cara de pérfido placer. Tomo tu cabeza entre mis manos y te pido que no pares. Pronto me vendré, por lo que utilizas tus viejos trucos para evitar que eso suceda. Te retiras y empiezas a recostarte en la cama. Abres las piernas, me dejas ver ese monte de Venus perfectamente depilado. No dejas de tocarte.

No me iba a negar ese festín visual, por lo que decidí comerlo. Lentamente empecé a recorrer tus muslos, hasta llegar arriba, a sentir cerca tu humedad y sentir cómo te retuerces mientras me acerco a tu vagina. Pequeños y tímidos lengüetazos te arrancan suspiros entremezclados con gemidos. Mueres de placer ante eso que me gusta hacerte. Comerte completita, muchas veces te lo dije. Tomaré mi tiempo hasta que no puedas más, ya que tu respiración se acelere más y sin avisar te penetraré para seguir con la faena. Cambiamos de posiciones, las que frecuentamos normalmente, hasta terminar de nuevo tú encima de mí. Te encanta dominar, me encanta tenerte por encima. Nuevamente esa imagen celestial se presenta: alcanzas el clímax, sonríes y gimes de placer, música para mis oídos. Caes a mi lado, prendemos un cigarrillo para recuperar fuerzas. El poker se extiende por muchas horas. Sigues húmeda, mi erección sigue.

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