13 de noviembre de 2007

El Cuarto sin Razón

Tuve que alejarme una vez más de ese pequeño espacio que yo consideraba mi santuario, salir de todas las columnas de papeles amontonados esperando a que lleguen unos ojos que los puedan admirar, dejar que circule la nube gris que se forma cada vez que ahí me refugio.

Tomé mi abrigo y salí trepidante hacia la calle. Maloliente y poco alumbrada, albergaba un panorama muy poco alentador. Ante tal indecisión de qué rumbo tomar, decidí seguirle los pasos a una mujer que, siguiendo su costumbre casi religiosa, caminaba por ahí solamente para disipar sus pensamientos de amores mal logrados. No fue tan negativa esa decisión, pues por fin pude cruzar algunas palabras con ella.

Independientemente de nuestra charla sin sentido ni finalidad, pude saber que su nombre era bastante común, pero su mirada encerraba tantos enigmas de esos que solamente el corazón puede ver si entiende lo que esos ojos quieren expresarle. Ofrecí acompañarla de vuelta a su domicilio, donde le esperaba su rutina diaria: una cena módica, tal vez algún chequeo de correo electrónico, cruzar algunas palabras con sus familiares y a la cama; aceptó amablemente tomándome del brazo, empezando a hacerme confidencias dignas de un confesionario. Seguimos caminando hasta que por fin llegamos al umbral de su hogar, después de una despedida mustia, la dejé y proseguí en mi andar sin destino.

Después de unos pasos e invadido por un pesar gigantesco, provocado por no poder interpretar lo que los ojos de mi nueva conocida, abrí la puerta de mi cubil: ¿qué me habrán querido decir esos ojos verdes, en los que me perdí por unos segundos? Medité sin cansancio sus palabras, recordé todos sus gestos, pero aún así no encontraba respuesta elocuente al enigma que se presentaba en mi cabeza. Volví por fin a mi rincón, me senté ante la computadora a mi rutina –tal como lo predije con ella-, revisar correos, enviar algunos pendientes y tal vez –solamente tal vez- hastiarme hasta el punto de poder quedarme dormido. No hubo novedad, escribí algunas líneas del texto que estaba preparando y me dirigí a la cocina a asaltar lo pobre del refrigerador. Mi festín culinario duró solamente unos cuantos minutos: un vaso con leche acompañado de una dona hueca que en vez de chocolate parecía pintura de aceite débilmente endulzada. Me rendí ante mi terrible jornada y dormí lo más que pude.

Me sacó del sueño que solía tener unos tenues golpes en la puerta de acceso de mi casa; como pude, me vestí solamente con una bata y salí a ver quién tocaba a mi puerta: eran esos ojos que conocí solamente algunas horas antes, me miraron, los miré, no dije nada, solamente abrí la puerta. Ella entró y se sentó en el sillón –el único, por cierto- y simplemente se limitó a mirarme y sonreír débilmente. Me comió con la mirada unos instantes, se acercó y me besó tenuemente en una mejilla, me tomó de la mano y se acercó a mi oído murmurándome solamente estas palabras: ve a tomar un baño, salimos pronto.

Cual niño obediente de su sacrosanta madre, me metí en la regadera y salí todavía escurriendo, con la toalla amarrada alrededor de la cintura para encontrar a mi visitante frente a mí, viéndome sin pudor, más sus ojos me dieron una señal que sí pude entender –cualquier hombre podría-: deseo. Me vestí torpemente con lo que acostumbraba –unos pantalones de mezclilla, recuerdos de mi juventud no tan distante, una camisa gris y un saco- y me dirigí a la puerta acompañado de ella.

Vagamos por la ciudad el resto del día, nos contamos cosas, nos peleamos, nos contentamos, nos tomamos de la mano, anduvimos por ahí rodeándonos con el brazo el uno al otro. Tomamos asiento en un pequeño café por los rumbos del centro, disfrutando ella una cerveza y yo una copa de vino tinto, mientras nos amenizaba un trío de jazz. Volví a asaltar su mirada, encontrando cada vez más que esos ojos no solamente expresaron deseo hace algunos momentos, me daban respuestas a preguntas silenciosas que siempre me había hecho por las noches, justo antes de quedarme dormido. Platicamos por horas, cada momento que pasaba, que escuchaba alguna vivencia, que me acercaba más a su corazón, más me maravillaba, crecía mi respeto y admiración hacia ese ser que se materializaba en todo su esplendor frente a mis ojos. Dimos por terminada nuestra visita y regresamos cada quien a su lugar de origen.

Al llegar al umbral de su puerta no me pude contener, tuve que preguntar cómo sabía tanto de mí, por qué preguntaba lo que preguntaba; quería, necesitaba saberlo todo. Solamente me miro, me volvió a besar en la mejilla y sencillamente, con una sonrisa maliciosa respondió: me gusta más cuando escribes con el corazón, con la cabeza tiendes a ser redundante y algo complicado. Entró, yo me fui, una vez más, pensativo.

Por fin encontré la fuente de toda su información, su respuesta fue más reveladora de lo que yo esperaba. Todos los papeles amontonados detrás de mí, que alguna vez fueron “inmortalizados” en una dirección electrónica que yo llamo mi diario personal, al acceso de quien sea. Visité ese espacio largamente olvidado, encontrando centenares de comentarios firmados con su nombre. En ese momento descubrí que mi escribir por fin cumplía su propósito: su destinatario lo leyó.

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