3 de octubre de 2007

Una noche en la Eternidad

Me encuentro una vez más con este panorama tan singular de la calle a la que suelen concurrir personas que se quieren abandonar a sus placeres más bajos y dejar atrás todas las preocupaciones que dejan la vida diaria. Me adentro cada vez más en esta cuna de sueños frustrados, de fantasías de una noche, de mariposas sin alas, de princesas sin reino pero con mucha miel para todo el que la solicite.

Llego al lugar de costumbre, y ella me recibe como siempre, en su vestido entallado, un escote que deja entrever dos de los encantos que la poderosísima naturaleza (y la silicona) le proporcionaron; unos zapatos rosas de plataforma, que, según ella, sirven para tornear más sus voluminosas pantorrillas, que sobresalen provocativamente debajo de su proporcionado trasero apenas tapado por el trozo de tela que porta como vestido.

- Una vez que pruebas las mieles del amor, no queda otra cosa más que abandonarte a ellas.

No contesté, sólo opté por botar el seguro de la puerta y dejar a mi acompañante entrar en mi pequeño mundo.

Una vez más me dirige sus miradas furtivas, de las cuales quisiera huir, porque cada vez que ella brinda miradas de deseo no puede ocultar toda la tristeza profunda que se alberga en lo más recóndito de su ser.

Nos dirigimos hacia nuestro pequeño cubil de amor de siempre, un hotel con porte pobre, un encargado gordo y maloliente que nos identifica en cuanto cruzamos el umbral. No hace nada mas que preguntarme con la mirada que clase de aventura iré a tener esta noche.

- Solo serán unas horas, no es necesario que nos registres.

El hombre gigantesco hizo un gesto afirmativo con la cabeza y me lanzó el juego de llaves que casi golpean a mi misteriosa compañera, la tomo del brazo y nos dirigimos hacia ese lugar privado en los que se adoran a los ritos pasionales más simples.

Entramos en la ennegrecida posada temporal, ella en un movimiento impulsivo me arroja sobre la cama de agua y empieza a retirarme la vestimenta. Empieza lentamente desamarrando mis zapatos, liberando mis pies de su cárcel diaria; retira después las calcetas y empieza a masajear lentamente las articulaciones de mis dedos. Cada vez estoy más embriagado por las sensaciones que me produce esta compañera. Empieza a subir tímidamente con una mano entre mis piernas, mientras con la otra mano empieza a desabrochar mi camisa botón tras botón. Su fingida timidez tiene efectos devastadores en mi persona. Preso de una total lujuria la tomo entre mis brazos y arranco de un tajo su vestido, ante mis ojos quedan sus senos, libres de toda pena y colgando graciosamente; empiezo a bajar mis manos a través de su espalda blanca y suave hasta toparme con dos montes por los que cruza un canal. Empiezo a masajear tiernamente sus nalgas hasta que ella me quita los pantalones; después ella baja sus manos hábilmente y toma mi miembro y se acomoda firmemente sobre él, dejándome admirar completamente su silueta mientras el altar de Venus es asaltado por un intruso más.

Nuestro episodio terminó unas horas después, reclamando su paga se alejó sin decir más. Yo quedé tendido ahí, y ahí he de quedarme, hasta que quede totalmente repuesto de toda esta farsa momentánea que un amor mal logrado me ha empujado a cometer. De un momento a otro me siento culpable, culpable por haber utilizado a una mujer para saciar mi sed, cuando la fuente destinada para mí se encuentra enfrente de mí aunque yo no lo quiera ver. Al principio no me comprendo a mí mismo, pero después no tengo ni fuerzas para ponerme en pie, sumergido en una fatal melancolía fruto de los pensamientos que quise borrar en el mismo momento en que la dejé subir a mi auto. He de quedar aquí tendido hasta que pueda comprender que fue lo que en realidad pasó...

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